Imagogima

Un lugar donde posar tus ojos y tus dedos, dejando lo que traigan consigo, y llevándose el resto.

30 mayo 2006

Cuento. La Eternidad.

Unas manos blancas, de dedos finos y suaves, delgados pero precisos se posaban en una mejilla de similar belleza. La luz era la de la tarde, esa luz que hace que todo se desvanezca de alguna manera para no estar nunca allí. Y alguien, afuera, en algún lugar donde a penas soplaba una ligera brisa caminaba como si cada paso fuera la aguja de un reloj.
No tardamos en sentir la melancolía de la tarde, de esas tardes ya irrecuperables de voces infantiles y sudores apresurados, de bocadillos ambrientos y juegos interminables. Los pueblos se perdían en la llanura y cielo se apagaba tan lentamente que todo el día cabía de nuevo en ese instante. Alguna vez pasó, por el camino polvorento que iba a los pinos una joven conocida que, misteriosamente paseaba su soledad apresurada por el rincón de la tarde.
Habían caido ya algunas estrellas y aunque los mayores se consumían lentamente apegados al televisor, afuera en el portal respiraba la noche tibia y resguardada, cubierta de llanura, copiosa de voces infantiles que llegaban por las esquinas. Cuando nos ocurría ser así, toda la vida entera, la de ahora y la de mañana estaba allí con nosotros y los pájaros que no dormían, los que ululaban eran como nuestros ojos.
De la fuente, una mañana, brotó junto al agua de siempre un hombre extraño, que decía ser quien podía dejar de crecer a los niños. Como me ocurría con todos los adultos sus juegos no me convencían del todo, en el fondo sospechaba que nos envidiaba, quizá con bondad, pero que no trataba sino de robarnos con sus engatuseos algo de nuestra magia irrecuperable que él ya no tenía. Pero yo creía que todo era infinito y por tanto desconocía la codicia y sólo que sabía de generosidad. Nos propuso el juego de ir a ver a un viejísimo amigo suyo que vivía en algún lugar apartado a las afueras del pueblo y por supuesto, aceptamos encantados. Los niños jugando son como los pájaros volando o el rio siguiendo su curso.
El amigo de aquel hombre nos encantó a todos y pronto acabamos subidos en su regazo. Decía que tenía más de 500 años y a juzgar por las arrugas y por lo inmenso que era podíamos creelo a pies juntillas. Yo ya conocía a aquel señor tan viejo y tan solitario, aunque nunca lo había visto más que de lejos, desde la carretera. Es así como mejor se sueña, cuando las cosas se ven a lo lejos, acompañadas de otras muchas más cosas que tu apenas ves pues su figura te ha robado la imaginación.
Como todos vivíamo en la eternidad, para nosostros, el hecho de que aquel ser hubiera vivido por más de la mitad de un milenio era algo en verdad incomprensible y sobre lo que apenas pensábamos. A lo sumo llegábamos a entender que había vivido mucho más que nuestros padres, o mejor aún, y esto si que era significativo y extraño para nosotros, que él ya estaba en ese lugar mucho antes de que nuestros padres existieran y que, como ocurría con nosotros, también había visto la infancia de ellos. Ese señor compartía con todos el hecho de la eternidad, ¡siempre había estado allí, nadie se acordaba de cuando apareció en aquel lugar, nadie había capaz de derecordar nada de sus orígenes!
El hombre que sirgió de la fuente y que decía tener el poder de hacer que los niños dejaran de crecer nos preguntó a todos:
-¿Queréis ser como este viejo, el cual siempre ha estado aquí pues nadie queda vivo ya que pueda decir cuando apareció?... ¿queréis ser eternos como él? -
Los niños, cada uno en una rama como una grupo de jóvenes chimpances juguetones, le contestamos casi al unísono.
-¡Siiii....!-
Y en ese momento, sin que casi ninguno de nosotros comprendiera realmente lo que estábamos diciendo y que es lo que significaba aquella afirmación, en ese momento como digo yo empecé a entender algo de todo aquello que nos decía el hombre. De pronto me sentí sólo, muy sólo y aquel hombre me dió miedo y también sentí miedo de que mi padre no estubiera allí. En ese momento empecé a hacerme mayor.