Imagogima

Un lugar donde posar tus ojos y tus dedos, dejando lo que traigan consigo, y llevándose el resto.

06 julio 2006

El Ojo Inmenso

Yo siempre soñé con un niña, desde muy pequeño.

¿Qué sería aquella niña en la que yo soñaba? ¿De dónde me vino?

No lo sé muy bien... pero sin remedio aún ando en compañía de su manita pequeña y tierna y de su mirada tan mayor y tan adulta, mucho mas que la mía que a su lado parece efectivamente la de un niño.

Quizá fuera un duende ¡puede ser! o una bruja buena o cualquiera de esos seres que representan otra realidad más allá o más acá de la que nos enseñan los demás (¡los demás, sí, los que no sueñan con es niña!)

Desde muy pequeño que vengo sufriendo y gozando de su compañía y de su ausencia, desde el lazo y el puente que era entre los dos mundos que descubrían mis ojos, el de dentro y el de fuera y que producen la sensación más viva que pueda experimentarse.

No era una niña corriente como ya he dicho, podía aparecer y desaparecer a su antojo, convertirse en un sonido o en un dibujo, en un cuento o en un cara, pero siempre era el amor de mi pecho el que la trasfiguraba en niña, con sus ojos como campos y como cielos por donde se podía caminar interminablemente y morir de sed o de ceguera.

Era una niña huidiza, siempre secreta, siempre sombra y susurro, siempre destello... de sonrisa apresurada e inmóvil, invisible y visible a la vez como un holograma. Sus manos eran poco menos que alas y sus piernas, viento, tan callada en su gesto, siempre jugando.

Se las arreglaba misteriosamente para entrar en las otras niñas, las de verdad, y a veces miraba desde ellas y me sorprendía, y yo me quedaba tan mudo, tan quieto y tan petrificado en ese momento que por mi cabeza pasaban las mil maravillas de lo impensado y de lo impronunciable.

Si lo miro bien y lo pienso un poco, una niña es como una madre, una mirada atenta y amante, abnegada abolutamente pero con la maravillosa diferencia de desaparecer y dejarte sólo cuando menos lo esperas, ¡bueno! sólo no, en el misterio de su presencia evanescente, de su recuerdo o de su sueño, de su figura todavía no del todo invisible y sí algo traslúcida. Ella existe mucha más en su invisibilidad.

Mi niña es como un latido, que sucede sin que yo lo quiera y me invita a sonreir para luego ir tras su aire o su sombra entre hierbas que se agitan delatando su divertidísima presencia ¡divertido milagro de estar y no estar!

Desde que era pequeño que la mudez de la tierra me invadía cuando me alcanzaban los ojos de un niña ¡mi niña! Y no he sabido llevar bien esa condición un tanto bobalicona del muchacho intimidado ¡casa tan poco con la realidad! que mi niña podía ser cruel y abandonarme a una suerte inhóspita e indescifrable.

Sin duda que ella es algo tan cogido a mi infancia que por eso mismo está por todos mis lados, como el agua que me llena. Y seguro seguro que todos tenemos alguna niña o algún niño semejante dentro nuestro, algún poso que renace y se inunda cada cierto tiempo, que desborda y que salta sin decirle nada a uno, tal que está dentro y sale y se hace ojos, así como de repente.

Cuantos veranos no habré yo besado y paseado a mi niña, y sé que siempre es ella la que me besa y me pasea a mi pero me engaño creyendo que era yo quien la veía. Y cuantos inviernos descubriendo sus mejillas sonrosarse por el frio, como una extraña flor que surgía en su piel, una pintura para mis ojos que sólo yo pintaba.

Me parece que toda cabe en mi ojo inmenso, como un gran angular donde sus manitas llegan de extremo a extremo de la imagen. Me ha acompañado siempre, como premonición y frecuentado sueño, y he llegado a creer que ella es la semilla de todo lo que ha ido creciendo, que de su rostro y de sus ojos han ido brotando las ramas y las superficies de los lagos, las sonrisas y los dedos que nos presionan con confianza. No sé porque la añoro si siempre está cerca de mí, tan grácil y tan cálida como un aliento dulce, como un caricia de fuera y de dentro.

Una niña me amaba una vez, o creía yo que me amaba y sus ojos eran tan sabios y viejos como el mundo entero y su sonrisa enigmática e inagotable como la luna. Sus manitas eran como los tallos de un flor, firmes y suaves, quienes te agarraban a tí y no tú a ellos. Desde que nací que llevo una niña en mis ojos.